Proteger las investigaciones universitarias y que los resultados se trasladen a la sociedad, las asignaturas pendientes de los centros.
Reacciones de síntesis de DNA (in vitro) que emplean DNA polimerasa de phi 29 modificada y un fragmento de DNA que codifica dicha polimerasa. Así denominó en 1989 el equipo del CSIC liderado por Margarita Salas la que hasta la fecha es la patente más rentable que ha dado la investigación española: una proteína capaz de amplificar y duplicar el ADN.
Sí. Rentable. Han leído bien. De 2003 a 2009, período en el que se explotó al 100% dicha patente, los royalties superaron los 6 millones de euros, es decir, la mitad de los ingresos que recibió el CSIC (en su condición de propietario) en ese tiempo.
El descubrimiento de la reputada bioquímica asturiana explica dos realidades que, en la actualidad, se dan en los departamentos de I+D+i de las universidades y centros de investigación españoles: que la ciencia puede ser y es rentable, incluso las investigaciones más básicas; y que es necesario proteger el trabajo realizado por medio de patentes –antes incluso que publicar– para que otros no puedan sacar créditos económicos o reputacionales sin antes adquirir la consabida licencia.
Hay que recordar que Salas sí patentó la molécula –en Estados Unidos y por medio de United Status Biochemical Coorporation, que obtendría la primera licencia de explotación–, pero fue Kary Mullis quien recibió, en 1993, el Premio Nobel de Química por inventar la reacción en cadena de la polimerasa (PCR), en parte, gracias a los hallazgos y publicaciones que iba realizando la investigadora española y su equipo.
«En España siempre ha existido una falta de cultura de patentabilidad. Seguramente, porque el investigador desconoce si su hallazgo puede o no patentarse. Para ello, el invento debe cumplir tres requisitos básicos: que sea novedoso; que no resulte obvio para otro experto y que pueda fabricarse de manera industrial», enumera Celia Sánchez-Ramos, que además de ser profesora e investigadora de la Universidad Complutense de Madrid, es una de las inventoras más prolíficas del mundo en el ámbito de la visión. Cuenta con 17 familias de patentes de las que nueve rotegen al ojo de los excesos lumínicos.
Sin embargo, el caso de SánchezRamos es algo casi inusitado en los departamentos de investigación. Según el último informe de la Oficina Europea de Patentes, y con 26 solicitudes de patentes, la Autónoma de Barcelona lideraría el listado de campus académicos españoles a o largo de todo el año pasado.
“Debemos entender que la ciencia no es un gasto, sino una inversión”
Y si se centra el tiro en la producción científica de las instituciones y su aplicación en productos explotados vía patentes, que es la metodología que emplea Thomson Reuters para elaborar el ranking de las 100 Universidades más Innovadoras de Europa en 2017, habría que trasladarse al puesto 63 para encontrar el primer centro español: La Universidad de Barcelona (UB).
«Al investigador siempre se le ha dicho que lo que tiene que hacer es publicar. No sólo al español, a todos. La diferencia es que la idea de que había que patentar comenzó hace 20 años en los países anglosajones, y aquí se está comenzando ahora. Patentar es caro, y si se hace en varios países, más», reconoce Manuel Fuertes, experto en transferencia tecnológica para la Universidad de Oxford y socio fundador de la gestora británica de fondos Kiatt, quien afirma que España posee una de las mejores canteras de investigación científica. «Y si se patentara gran parte de los papers que se publican en revistas científicas de prestigio, podríamos estar entre los 10 primeros países del mundo», añade Celia Sánchez-Ramos.
En todo caso, Fuertes insiste en que el traspaso de la economía de servicios a la del conocimiento ya ha comenzado y España debe poner en valor la ciencia que se crea en los laboratorios y declarar abiertamente su rentabilidad.
«Debemos entender que la ciencia no es un gasto, sino una inversión. Y que deben ser los países los que se impliquen y reconozcan la importancia de proteger sus descubrimientos», sugiere Fuertes, para quien es indispensable dotar de más recursos a la oficinas de transferencia de tecnología para que vendan todo el conocimiento que mana de la Universidad. «Si los investigadores tuvieran que hacer esto, perderíamos grandes científicos y crearíamos malos comerciales o empresarios», asume Manuel Fuertes, y confirma Celia Sánchez-Ramos: «Nosotros no sabemos comercializar. Es necesario que las instituciones del Estado se impliquen más para unir ciencia e industria, sobre todo porque, por ejemplo, hay muchas pymes que quieren innovar pero no cuentan con medios para hacerlo», destaca la profesora de la UCM, para quien es urgente una política clara que trate la innovación. «Se está desaprovechando el talento y las ideas».
En este sentido, el optimismo habría que localizarlo, y difícilmente, a través de un microscopio. El proyecto de Ley de los Presupuestos Generales del Estado, según el reciente informe de la Federación de Centros Tecnológicos de España, no está alineado con las actuales necesidades. Como apunta Fuertes, tampoco lo están los programas de estudios de las universidades, con lo que de verdad buscan las empresas. Ambos expertos otorgan a las spin off un papel indispensable en el futuro. No sólo como medio con el que localizar empresas e industrias que se interesen por una investigación para transferir conocimiento al mercado, como sugiere la profesora Sánchez-Ramos, sino también como objeto de inversión.
«En el ecosistema actual es más importante fijarse, no en ránkings ni en la cantidad de patentes, sino en la calidad de éstas. Además de si una spin off continúa dos años después de su nacimiento. Esto puede ser muy atractivo para una empresa que quiere apostar por ciencia», concluye Manuel Fuertes.
Escrito por Jesús de la Peña